El
próximo viernes 20 de junio se celebra el Día Mundial del Refugiado como forma
de llamar la atención sobre un drama que afecta a más de 43,3 millones de
personas, de ellos un 46% eran niños, según los datos de finales de 2011
manejados por ACNUR (Oficina del Alto Comisionado de las Naciones Unidas para
los Refugiados).
Cada
minuto, ocho personas lo dejan todo para huir de la guerra, la persecución o el
terror. Si decides poner el cronómetro desde ahora mismo hasta que termines la lectura del post podrás, quizá, aproxiarte a la idmensión real y crucial de este problema.
Estas líneas nos las escribe alguien que vive en contacto direct, cara a cara, con aquellos que se ven forzados a migrar por sus creencias, razas, desastres naturales, conflictos armados, da igual... 58, 59, 60, los segundos siguen sumando....
Estas líneas nos las escribe alguien que vive en contacto direct, cara a cara, con aquellos que se ven forzados a migrar por sus creencias, razas, desastres naturales, conflictos armados, da igual... 58, 59, 60, los segundos siguen sumando....
Diego Sánchez Chamorro
Cooperante
Podría haberme remitido recurrentemente a la refrendada Convención de Ginebra Relativa al Estatus del Refugiado de 1951 para abrirme paso con algunos de sus enunciados con el fin de presentar una condición privativa de los derechos más esenciales. O podría aplicar la costumbre habitual de evocar la definición de refugiado, la importancia de distinguirlo del desplazado interno, etc. Sin embargo, he preferido no entrar en política de fondo o en literatura, que para eso hay un sinfín de entradas en los buscadores de internet, y por el contrario presentar mi particular instantánea.
En general no elegimos nuestra condición, nos la encontramos puesta. En particular, la de refugiado, impuesta. Y esta, como todas las condiciones, estigmatiza, no ya tanto por un rechazo o exclusión como por sus irreversibles consecuencias que no son otras que la devastación de organismo y mente, el envejecimiento prematuro y la retención en un agujero, en el espacio y en el tiempo.
Fue julio de 2011 la fecha de mi descenso a este enclave con un colaborador periodista de una conocida cadena española de radiodifusión en plena mediatización de la crisis alimentaria que en ese momento se recrudecía en el Cuerno de África. Los campos de Ifo I, Hagadera y Dagahaley junto con una población que de manera exponencial se acercaba a los trescientos mil habitantes eran los que componían el asentamiento de Dadaab. Este árido territorio del noreste de Kenia a 118 Km de la localidad de referencia de Garissa y a unos 100 de la frontera con el fallido estado de Somalia es conocido como el campo de refugiados más grande del mundo. Veintiún años de existencia y una veintena de organizaciones prestando servicio en una emergencia humanitaria solapada a otra: los refugiados ya no sólo huían de la guerra sino que se desplazaban además por la pérdida de las titularidades para producir su sustento y mantener el acceso al mismo, un deterioro causado por el fracaso de los cultivos que no han recibido el riego necesario debido al brutal cambio en el patrón de lluvias. Esta vez no se trataba del habitual retraso de las precipitaciones, en esta ocasión ni siquiera se habían presentado.
Los que han podido han costeado un medio de transporte por tierra al país vecino para sus mujeres y niños. Les han seguido a pie con la expectativa de una reunificación familiar al otro lado de la frontera. Los que no, en fin, se han aventurado con familias enteras a través de una extensión desértica llevando consigo sus más que contadas pertenencias: un par de carretas tiradas por unos diminutos asnos, harina de maíz con la que hacer su papilla diaria, agua de origen diverso (las fuentes quedan a imaginación del lector) y… dignidad, la misma que delatan el estampado pareo y las sandalias utilizados para vestir un delgado y subalimentado cuerpo de mediana estatura. Una cabeza alzada, una mirada orientada a la lejanía, unos ojos ensangrentados, unas manos (seguramente temblorosas) asidas a un cayado para una caminata a la que una parte de ellos no sobrevivirá, un paso lento, programado, y un poco de esperanza, la que más tarde perderán en destino igual que sus titularidades en origen.
¿Ser refugiado? “que no les toque”, “que no nos toque”, cerebral deseo que emana de uno tras el impacto producido por el contacto visual con la víctima. Son expresiones que pueden parecer encorsetadas debido al uso pero el “no”, legítimamente venido a la mente, no es retórica. Es un temor fundado hacia algo que existe y que está ahí fuera: cada día, cada minuto, en el mundo aumenta el número de refugiados, expresión extrema de la vulnerabilidad humana, y la comunidad internacional no encuentra la manera de evitarla, sólo de paliarla.
Aquí
viene la segunda parte de la reflexión: atenuar, ayudar. El intento se apoya en
otro recuerdo: Abeché, Chad, marzo de 2004, en las proximidades de la frontera
con Sudán. En pie en el medio de una multitud sin techo sentada en la arena del
desierto, organizada por una agencia humanitaria, contemplo en las cercanías el
movimiento de un vehículo todo terreno de otra organización a velocidad media
con la roída bandera de su imagen corporativa al viento. Es una visión clásica en
la ayuda sobre el terreno, en este escenario en concreto de distribución a
destajo de raciones para mujeres cabezas de familia que enseguida habrán de
afanarse en una inmediata cocción dentro de sus chozas. Porque fuera de ellas a
saber quién puede presentarse, cual boca más que alimentar con una ración
pre-asignada.
Un
anciano sudanés llama insistentemente mi atención desde su ubicación a unos
metros, sentado en el suelo junto con otros hombres, agitando la mano de adelante
a atrás en medio de la muchedumbre. Entre ambos unas estacas con cuerdas
delimitadoras de un recinto de demarcación por grupos, presumiblemente para
separar a los hombres de las mujeres receptoras de la ayuda. No es un obstáculo
al fin y al cabo, pero el protocolo de la intervención no nos permite el acercamiento.
Negando discretamente con la cabeza y con mirada más o menos seria le indico la
imposibilidad de un contacto individual.
En estas líneas puedo dar fe de que el habla no prima en la relación entre humanitario y asistido en un gran número de ocasiones. Aún así, a veces el habla cuenta, aunque sea en idiomas diferentes, pues he llegado a usar el mío de origen en situaciones en las que no puede mediar una lingua franca. Anécdotas aparte y retomando el hilo, no es mi intención entrar en las contradicciones que aparentemente puede generar la ayuda. Mi propósito no ha sido otro que poner algo de acento en el lenguaje insonoro.
Precisamente por razones de lenguaje nos referimos a los afectados en tercera persona. Pero un humanitario no debe relegarles a esa posición, necesita empatía con el vulnerable y su problemática, no pensar como un competidor por financiaciones o como representante de un organismo o institución. Debe vivir la ayuda de tú a tú desde el terreno o la que en su caso preste indirectamente y en masa desde su puesto de trabajo en el país de destino.
El papel del cooperante
Y ahora de lo particular a lo general, como cooperante uno debe rendir desde una posición profesional y elevada sin perder de vista la ayuda práctica. Su rol es de habilitador de servicios más que de proveedor directo de los mismos y debe saber mantener delegada esta función a los colaboradores de la propia comunidad de destino de esa ayuda. La gestión es lo más importante. Alguien puede ser individualmente muy bueno dando raciones o poniendo perfusiones, proveyéndose de material o distribuyendo artículos de primera necesidad pero en una situación en el que el número de afectados se multiplica repentina y desproporcionadamente en comparación con los recursos y capacidades disponibles en ese momento, por muy bueno que sea ejecutando no va a llegar a asistir a tantos en muy poco tiempo. Tiene que saber actuar a escala y para eso es muy importante haberse formado.
Los mecanismos de asistencia en las situaciones de vulnerabilidad extrema y masificada difieren mucho de los habituales que se encuentran en condiciones más ordenadas. Por eso, una lesión, herida, fractura o cualquier otro signo de deterioro no lo será igual en una sociedad estable y equipada que en medio de un contexto en el que cualquiera se pregunta cómo puede haber personas viviendo. Esto es precisamente lo que hace a la ayuda humanitaria algo anormal y de naturaleza contradictoria. Por ello debiera ser excepcional pero desgraciadamente se ha convertido en algo habitual con tintes de estructural, ejemplos más actuales como el de Siria y clásicos como el de Afganistán lo confirman.
Recortes
Al extemporáneo carácter de la ayuda de emergencia se une su carestía, tan feroz e injustamente criticada por los líderes de opinión que tanto han condicionado la opinión pública, echando leña al fuego de la mitificación, en lugar de despejar la verdad de un mercado global precisamente no orientado a la ayuda, de unos precios de mercado que ningún cooperante de pequeña o mediana ONG podrá nunca burlar.
Por afinidad con mis antiguos compañeros de promoción, educados en un mismo prisma de orientación al servicio, me permito emplear este pequeño foro para empezar a reivindicar la figura del cooperante bilateral que de forma callada y profesional se desenvuelve en esta maraña de requerimientos por un lado y de incomprensiones por otro. Mi reclamo es doble al tratar de perfilar la ayuda en el actual contexto de alta competitividad en el trabajo humanitario en donde inclementemente se reducen al mínimo los recursos humanos y se asignan bajo el estricto criterio de mayor adecuación a los cada vez más escasos puestos.
Tijeretazos de gobiernos a sus hojas presupuestarias para ayuda oficial, cierre de operativos y delegaciones por parte de las organizaciones privadas, reducción drástica de personal y recursos de agencias multilaterales en países prioritarios, recentralización y multicefalia, constante cambio en la organización del trabajo, humanitarios sin orientación laboral, formación selecta y cara, información sesgada u opaca, mediáticos al acecho y opinión pública confundida… Por fortuna y generalizando, la política, aunque muy mejorable, se mantiene en su compromiso con las naciones desfavorecidas. En espera de un cambio de tendencia en este escenario y de una pronta conclusión en la reordenación de actores nuestro deseo como benefactores de base es simplemente que nos permitan seguir cumpliendo con nuestra función y que se aplique la lección de que en un futuro inmediato se sienten bases que canalicen nuestra opinión para que esta sea recogida como parte de las advertencias que en el terreno práctico necesitan la políticas públicas para alinearse en torno a un mismo ideario que por suerte en el conjunto de los trabajadores humanitarios se suele compartir.
Gracias Diego por esta "foto" que nos hace ponernos en la piel del otro; la mejor manera de tomar conciencia para que las cosas no duerman en el fondo de un cajón.
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