martes, 3 de diciembre de 2013

EN DEFENSA DE LA CONSTITUCIÓN Y EL ESTADO


Esta semana se cumplen 35 años desde la promulgación de la Constitución Española, norma básica en la que se asienta la convivencia de nuestra sociedad. Buen momento para reflexionar sobre su significado y sobre algunos de los problemas no resueltos.

Por Isabel Mª Abellán Matesanz
Letrada de las Cortes Generales

En defensa de la Constitución

“Los tres incentivos fundamentales que dominan la vida del hombre en la sociedad y rigen la totalidad de las relaciones humanas son: el amor, la fe y el poder; de una manera misteriosa están unidos y entrelazados. Sabemos que el poder de la fe mueve montañas y que el poder del amor es vencedor en todas las batallas; pero no es menos propio del hombre el amor al poder y la fe en el poder. La historia muestra cómo el amor y la fe han contribuido a la felicidad del hombre y cómo el poder a su miseria.”

Con estas palabras de LOEWENSTEIN, uno de los escritores más profundos de la ciencia política del siglo XX, referente de todos los que se acercan a esta disciplina, queremos iniciar estas líneas acerca de un tema mucho más próximo para nosotros, tanto en el espacio como en el tiempo: la Constitución española de 1978.

El próximo día 6 de diciembre se cumplen 35 años desde su aprobación. Y si, ciertamente, en su texto hay luces y sombras, se ha pasado en los últimos tiempos de alabar sus virtudes a destacar sus errores. Nosotros queremos, en este artículo, como corresponde a una efemérides, si no silenciar las voces críticas que se alzan contra ella –porque la crítica, dicho sea de paso, siempre es buena si es constructiva-, sí hacer, una vez más, una defensa de nuestra Carta Magna, por lo que, en el momento de su redacción, su aprobación –abrumadoramente refrendada por el pueblo español- supuso, y por lo que, aún hoy, supone.


Luces...

Y lo primero que es preciso reconocer, en defensa de la Constitución, es que nuestro actual Texto Fundamental, partiendo de la revisión del sistema del que surgió, inició, desarrolló y completó el itinerario hacia la democracia, logrando establecer un período de normalidad y estabilidad política –el más prolongado, al margen del paréntesis de la Restauración, de nuestra historia moderna (y no hace falta recordar lo convulso de nuestro siglo XIX)-.

Esto es así porque nuestra Constitución ha sabido “embridar” el poder político que, según las pesimistas palabras de LOEWENSTEIN, más arriba citadas, contribuye, no a la felicidad del hombre, sino a su miseria. Porque la Constitución, como norma primaria de nuestro Estado democrático, constituye el marco jurídico que garantiza la libre competencia por el poder de las fuerzas políticas que luchan por alcanzarlo, canaliza la participación de los ciudadanos –merced al ejercicio del derecho del sufragio- en su formación y, una vez constituido, asegura su presencia al situarlo en el centro del sistema de poderes, representado en el Parlamento.

La Constitución es un instrumento imprescindible, sobre el que se levanta todo nuestro edificio político y jurídico
Nuestra Ley Fundamental, fiel a la más pura concepción liberal, otorga un indudable protagonismo en su esquema de poderes a las Cortes Generales, eje y centro de nuestro sistema político, definido por el propio texto constitucional como “Monarquía parlamentaria”; un Parlamento dividido en dos Cuerpos, según la más arraigada tradición de nuestra historia. Dos cuerpos, o dos Cámaras, Congreso de los Diputados y Senado, que, ciertamente, no se sitúan en pie de igualdad –como corresponde, por otra parte, a todos los Parlamentos modernos- dado que la balanza está notablemente desequilibrada en favor de la Cámara Baja, la de representación popular.

Sí es cierto que no acertaron nuestros constituyentes, quizá por prudencia, quizá por desconocimiento, quizá por la incertidumbre de hasta dónde podía llegar la descentralización del Estado –no ya administrativa, como hasta entonces, sino política- a configurar una Cámara de carácter territorial, tal y como venía siendo la tónica en las modernas democracias “surgidas” a partir de la II Guerra Mundial; pero también lo es que las intenciones de transformar el Senado en algo distinto no han podido cristalizar en nada positivo, porque ha faltado una voluntad política real, consensuada y decidida a ello. 


... y sombras

Esta cuestión nos lleva a hacer mención de la configuración territorial de nuestro Estado en la Constitución española de 1978: un Estado con un alto grado de descentralización, que se ha dado en llamar –porque no lo bautiza así el texto fundamental- “Estado de las Autonomías”; una nueva experiencia ajena a nuestra tradición histórica, la del centralismo, pero que, a la postre, intentaba resolver un problema, -cuya falta de resolución, pese al intento del “Estado integral” de la II República, fue, precisamente, uno de los motivos desencadenantes de nuestra Guerra Civil del 36-: el de las fuerzas centrífugas de la periferia frente a la centrípeta del centro; o, dicho de otro modo, mucho más claro, los nacionalismos.
Dirijamos nuestros esfuerzos a completar sus carencias, no a ahondar en sus fallos, 
como forma de salvaguarda activa de la misma

La Constitución diseña, en un intento por dar solución a un problema existente, un sistema abierto, del que se marcaba el inicio (las competencias exclusivas del Estado), pero no el fin (cuáles de las competencias iban a ser asumidas por las Comunidades Autónomas); un diseño cuyo desarrollo –y en esto parece que hay acuerdo- podía haber sido mucho más moderado de lo que ha sido, porque la Constitución no marcaba hasta dónde tenía que llegar esa descentralización. Pero el desarrollo del modelo territorial del Estado ha sido el que es y ello, unido a una cada vez más ambiciosa interpretación, no ya del texto constitucional, sino del bloque normativo autonómico que en él se incardina, ha llevado hacia la deriva separatista que hoy es consigna de algunas fuerzas políticas.

Pero aunque esto sea así, las propuestas políticas que cuestionan de forma reiterada el modelo constitucional –mayoritariamente, por cierto, apoyado por los españoles- no conducen a ninguna parte más que al enfrentamiento, expreso o soterrado, según los casos.


Historia de un éxito incompleto

Si nos detenemos en ver con cuidado el texto de la Constitución, no es él el que falla; ha sido su aplicación práctica. Porque lo que los constituyentes dejaron abierto, por tratar de que el texto “sirviera” a unos y a otros, en este tiempo y en el próximo, buscando una aproximación entre los extremos y alcanzando un difícil equilibrio entre partes que parecían irreconciliables, ha quedado desmerecido por los avatares de una política cada vez más individualista y menos global, más nacionalista y menos española. Esto es lo que llevó a GABRIEL CISNEROS, uno de los Ponentes del texto constitucional y relevante Diputado durante muchos años, a calificar el proceso de elaboración de dicha norma fundamental como “historia de un éxito incompleto”.

Una reflexión deberíamos hacer, llegados a este punto: el texto constitucional tiene virtudes y tiene aciertos. Aprovechemos aquéllas -que son indudables-, destaquemos éstos -en los que hay consenso- y, sobre todo, regresemos a su cumplimiento.

Porque la Constitución es un instrumento político y jurídico, no ya útil, sino imprescindible, en cuanto que es la plasmación de la voluntad soberana de la nación española y el sustrato de legitimidad en el que se levanta todo nuestro edificio político y jurídico. Es deber de todos -ciudadanos, políticos, instituciones- preservarla, pese a sus parciales defectos, porque ponerla permanentemente en cuestión, de palabra y con los hechos, es desconocer su valor; es ignorar que fue fruto de un difícil consenso y que, gracias a ella y al pacto que supuso, se pudo restablecer la normalidad política e institucional en España y crear el marco que hiciera posible la convivencia pacífica entre todos los españoles.  

Dirijamos nuestros esfuerzos a completar sus carencias, no a ahondar en sus fallos; practiquemos, de este modo, una salvaguarda activa de la misma. Porque, sin duda, cuestionar la Constitución es tanto como poner en peligro el sustrato mismo de nuestra democracia. Y, en palabras de Alexis de TOCQUEVILLE, el padre de la democracia en América, “querer detener a la democracia parecería entonces luchar contra dios mismo”.

Así, pues, en definitiva, el próximo aniversario de nuestra Carta Magna debe ser, para todos los españoles, motivo de celebración. Y ese será el mejor homenaje que pueda tributarse en nuestra Carta Magna en su 35 aniversario.

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