Esta semana se cumplen 35 años desde la promulgación de la Constitución Española, norma básica en la que se asienta la convivencia de nuestra sociedad. Buen momento para reflexionar sobre su significado y sobre algunos de los problemas no resueltos.
Por Isabel Mª Abellán Matesanz
Letrada de las Cortes Generales
“Los tres incentivos fundamentales que dominan la vida del hombre en la sociedad y rigen la totalidad de las relaciones humanas son: el amor, la fe y el poder; de una manera misteriosa están unidos y entrelazados. Sabemos que el poder de la fe mueve montañas y que el poder del amor es vencedor en todas las batallas; pero no es menos propio del hombre el amor al poder y la fe en el poder. La historia muestra cómo el amor y la fe han contribuido a la felicidad del hombre y cómo el poder a su miseria.”
Con estas palabras de LOEWENSTEIN, uno de
los escritores más profundos de la ciencia política del siglo XX, referente de
todos los que se acercan a esta disciplina, queremos iniciar estas líneas
acerca de un tema mucho más próximo para nosotros, tanto en el espacio como en
el tiempo: la Constitución española de 1978.
El próximo día 6 de diciembre se cumplen 35
años desde su aprobación. Y si, ciertamente, en su texto hay luces y sombras,
se ha pasado en los últimos tiempos de alabar sus virtudes a destacar sus
errores. Nosotros queremos, en este artículo, como corresponde a una
efemérides, si no silenciar las voces críticas que se alzan contra ella –porque
la crítica, dicho sea de paso, siempre es buena si es constructiva-, sí hacer,
una vez más, una defensa de nuestra Carta Magna, por lo que, en el momento de
su redacción, su aprobación –abrumadoramente refrendada por el pueblo español-
supuso, y por lo que, aún hoy, supone.
Luces...
Y lo primero que es preciso reconocer, en
defensa de la Constitución, es que nuestro actual Texto Fundamental, partiendo
de la revisión del sistema del que surgió, inició, desarrolló y completó el
itinerario hacia la democracia, logrando establecer un período de normalidad y
estabilidad política –el más prolongado, al margen del paréntesis de la
Restauración, de nuestra historia moderna (y no hace falta recordar lo convulso
de nuestro siglo XIX)-.
Esto es así porque nuestra Constitución ha
sabido “embridar” el poder político que, según las pesimistas palabras de LOEWENSTEIN,
más arriba citadas, contribuye, no a la felicidad del hombre, sino a su
miseria. Porque la Constitución, como norma primaria de nuestro Estado democrático,
constituye el marco jurídico que garantiza la libre competencia por el poder de
las fuerzas políticas que luchan por alcanzarlo, canaliza la participación de
los ciudadanos –merced al ejercicio del derecho del sufragio- en su formación
y, una vez constituido, asegura su presencia al situarlo en el centro del
sistema de poderes, representado en el Parlamento.
La Constitución es un instrumento imprescindible, sobre el que se levanta todo nuestro edificio político y jurídico
Sí es cierto que no acertaron nuestros
constituyentes, quizá por prudencia, quizá por desconocimiento, quizá por la incertidumbre
de hasta dónde podía llegar la descentralización del Estado –no ya administrativa,
como hasta entonces, sino política- a configurar una Cámara de carácter territorial,
tal y como venía siendo la tónica en las modernas democracias “surgidas” a
partir de la II Guerra Mundial; pero también lo es que las intenciones de
transformar el Senado en algo distinto no han podido cristalizar en nada
positivo, porque ha faltado una voluntad política real, consensuada y decidida a
ello.
... y sombras
Esta cuestión nos lleva a hacer mención de
la configuración territorial de nuestro Estado en la Constitución española de
1978: un Estado con un alto grado de descentralización, que se ha dado en
llamar –porque no lo bautiza así el texto fundamental- “Estado de las
Autonomías”; una nueva experiencia ajena a nuestra tradición histórica, la del
centralismo, pero que, a la postre, intentaba resolver un problema, -cuya falta
de resolución, pese al intento del “Estado integral” de la II República, fue,
precisamente, uno de los motivos desencadenantes de nuestra Guerra Civil del 36-:
el de las fuerzas centrífugas de la periferia frente a la centrípeta del centro;
o, dicho de otro modo, mucho más claro, los nacionalismos.
Dirijamos nuestros esfuerzos a completar
sus carencias, no a ahondar en sus fallos,
como forma de salvaguarda activa de la misma
La Constitución diseña, en un intento por
dar solución a un problema existente, un sistema abierto, del que se marcaba el
inicio (las competencias exclusivas del Estado), pero no el fin (cuáles de las
competencias iban a ser asumidas por las Comunidades Autónomas); un diseño cuyo
desarrollo –y en esto parece que hay acuerdo- podía haber sido mucho más
moderado de lo que ha sido, porque la Constitución no marcaba hasta dónde tenía
que llegar esa descentralización. Pero el desarrollo del modelo territorial del
Estado ha sido el que es y ello, unido a una cada vez más ambiciosa
interpretación, no ya del texto constitucional, sino del bloque normativo
autonómico que en él se incardina, ha llevado hacia la deriva separatista que
hoy es consigna de algunas fuerzas políticas.
Pero aunque esto sea así, las propuestas
políticas que cuestionan de forma reiterada el modelo constitucional
–mayoritariamente, por cierto, apoyado por los españoles- no conducen a ninguna
parte más que al enfrentamiento, expreso o soterrado, según los casos.
Si nos detenemos en ver con cuidado el
texto de la Constitución, no es él el que falla; ha sido su aplicación práctica.
Porque lo que los constituyentes dejaron abierto, por tratar de que el texto
“sirviera” a unos y a otros, en este tiempo y en el próximo, buscando una
aproximación entre los extremos y alcanzando un difícil equilibrio entre partes
que parecían irreconciliables, ha quedado desmerecido por los avatares de una
política cada vez más individualista y menos global, más nacionalista y menos
española. Esto es lo que llevó a GABRIEL CISNEROS, uno de los Ponentes del
texto constitucional y relevante Diputado durante muchos años, a calificar el
proceso de elaboración de dicha norma fundamental como “historia de un éxito incompleto”.
Una reflexión deberíamos hacer, llegados a
este punto: el texto constitucional tiene virtudes y tiene aciertos.
Aprovechemos aquéllas -que son indudables-, destaquemos éstos -en los que hay
consenso- y, sobre todo, regresemos a su cumplimiento.
Porque la Constitución es un instrumento
político y jurídico, no ya útil, sino imprescindible, en cuanto que es la
plasmación de la voluntad soberana de la nación española y el sustrato de
legitimidad en el que se levanta todo nuestro edificio político y jurídico. Es
deber de todos -ciudadanos, políticos, instituciones- preservarla, pese a sus
parciales defectos, porque ponerla permanentemente en cuestión, de palabra y con los
hechos, es desconocer su valor; es ignorar que fue fruto de un difícil consenso
y que, gracias a ella y al pacto que supuso, se pudo restablecer la normalidad
política e institucional en España y crear el marco que hiciera posible la convivencia
pacífica entre todos los españoles.
Dirijamos nuestros esfuerzos a completar
sus carencias, no a ahondar en sus fallos; practiquemos, de este modo, una
salvaguarda activa de la misma. Porque, sin duda, cuestionar la Constitución es
tanto como poner en peligro el sustrato mismo de nuestra democracia. Y, en
palabras de Alexis de TOCQUEVILLE, el padre de la democracia en América, “querer detener a la democracia parecería
entonces luchar contra dios mismo”.
Así, pues, en definitiva, el próximo
aniversario de nuestra Carta Magna debe ser, para todos los españoles, motivo
de celebración. Y ese será el mejor homenaje que pueda tributarse en nuestra
Carta Magna en su 35 aniversario.
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